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EL AMOR FRATERNO

Raniero Cantalamessa

En el Retiro a los servidores hemos hablado de Humildad, de Obediencia y de


Misericordia. Aquí ayer, hemos hablado de Pureza y espero que todos hayan
aceptado esta enseñanza como una palabra de Dios hermosa y necesaria. Nos
queda hablar de otro fruto del Espíritu, otra manera de ser santos, o aspecto de
santidad, el más importante de todos, que es El Amor, La Caridad.
La caridad es casi un sinónimo de santidad, pues como nos recordaba el
P. Ceferino en un artículo de la revista "Nuevo Pentecostés" sobre la santidad: “La
santidad cristiana consiste en la perfección del amor, de la caridad”.
En la Biblia se dice que “Dios es Santo”, pero también que “Es amor”, por lo
tanto, podríamos sustituir la frase "Sed santos, porque Yo, el Señor, soy santo", de
esta manera: "Amaos unos a otros porque yo, vuestro Dios, soy amor".
Entre los frutos del Espíritu o virtudes cristianas que el Apóstol indica en
Gálatas 5, 22, el amor ocupa el primer lugar. Y es con éste como
coherentemente comienza también la exhortación sobre las virtudes en la carta a
los Romanos. Todo el capítulo 12 de esta carta es una sucesión de exhortaciones
a la caridad:
“Vuestra caridad sea sin fingimiento; detestando el mal, adhiriéndose al bien,
amándoos cordialmente los unos a los otros”, rivalizando en la estima mutua; ésta es
en la única cosa en que se puede rivalizar: la estima mutua.
El capítulo 13 contiene las célebres declaraciones de principio sobre la
caridad, como resumen y cumplimiento de la Ley:
"A nadie quedéis debiendo nada fuera del amor mutuo, pues el que ama al
prójimo, ha cumplido la ley".
Para comprender el alma que unifica todas estas recomendaciones o la idea
de fondo: el sentimiento que Pablo tiene de la caridad, hay que partir de aquellas
palabras iniciales: "La caridad sin ficciones."
Esta no es una de tantas exhortaciones, sino la matriz de la que derivan
todas las demás. Contiene el secreto de la caridad, y podemos entender, con la
ayuda del Espíritu, ese secreto. El término original usado por S. Pablo y
traducido en castellano "sin ficciones" es "anhipocritos", y vosotros sin conocer el
griego ya sabéis que esta palabra tiene algo que ver con "hipocresía". Este vocablo
es una especie de luz espía, porque en efecto es un término raro que vemos
utilizado casi exclusivamente para definir el amor cristiano. Tres veces, cuando
se habla de amor, se usa este adjetivo.
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Hay un texto de la primera carta de Pedro que permite entender con toda
certeza el significado del término en cuestión, pues lo explica con una perífrasis:
"El amor sincero, dice, consiste en amar intensamente de verdadero corazón". S.
Pablo, pues, con esa simple afirmación, "la caridad sin ficciones" lleva su discurso
a la raíz misma de la caridad, al corazón.
Lo que se requiere del amor es que sea verdadero, autentico, no ficticio.
Como el vino, para ser auténtico, debe ser exprimido de la uva, así también el
amor del corazón; porque existen vinos que no son genuinos, no están exprimidos
de la uva.
También en esto el Apóstol es el eco fiel del pensamiento de Jesús. En
efecto, Jesús había indicado repetidamente y con fuerza que el corazón es el lugar
dónde se decide el valor de lo que el hombre hace, lo puro y lo impuro.
Podemos hablar de una "intuición paulina" en lo referente a la caridad y
consiste en mostrar detrás del universo visible de la caridad, hecho de obras y
palabras, otro universo interior, que es respecto al primero lo que el alma
respecto al cuerpo. Volvemos a encontrar esta "intuición" en el otro gran texto de
la caridad, que es 1a Corintios, cap. 13. Lo que S. Pablo dice ahí, se refiere a esta
caridad interior, a las disposiciones y a los sentimientos de caridad:
"La caridad es paciente, es benigna, no es envidiosa, no se exaspera, disculpa
siempre, se fía siempre, espera siempre."
Nada se refiere aquí directamente a "hacer el bien" o las obras de caridad,
sino que todo es reconducido a la raíz del querer bien. La benevolencia tiene que
preceder la beneficencia. Es el mismo apóstol quien explica la diferencia entre las
dos esferas de la caridad, diciendo que "el acto más grande de caridad exterior,
como sería distribuir a los pobres los propios bienes, no serviría para nada sin la
caridad interior". Sería lo contrario de la caridad sincera.
La caridad hipócrita, en efecto, es precisamente la que hace el bien sin
querer el bien, que muestra al exterior algo que no tiene correspondencia en el
corazón. En este caso, se tiene una "apariencia" de caridad, que como máximo
puede esconder egoísmo, búsqueda de sí mismo, instrumentalización del
hermano, o simplemente remordimiento de conciencia.
Mucha de la caridad que se hace a los pobres del Tercer Mundo no brota de
una raíz de caridad, sino de un remordimiento de conciencia. Sería un error fatal,
hermanos, y lo comprendemos bien, contraponer la caridad del corazón y la
caridad de hechos, o refugiarse en la caridad interior para encontrar en ella una
especie de coartada a la falta de caridad de hechos. Sabemos con qué vigor la
palabra de Jesús, de Santiago y S. Juan, inducen a la caridad de hechos.
Sabemos la importancia que el mismo S. Pablo concedía a las colectas en favor
de los pobres en Jerusalén, además decir que "sin la caridad de nada me sirve el
darlo todo a los pobres", no significa decir que eso no le sirve a nadie y que resulta
inútil, significa más bien decir que "no me sirve a mí", mientras sí le puede servir al
pobre que lo recibe. No se trata, pues, de atenuar la importancia de las obras de
caridad, cuando de asegurarles un fundamento seguro contra el egoísmo y la
hipocresía.
S. Pablo quiere que los cristianos estén "enraizados y fundamentados en la
caridad", es decir, que la caridad sea la raíz y el fundamento de todo. Amar
sinceramente, significa amar en esa profundidad donde ya no puedes mentir, no
puedes aunque quieras..., pues estás solo ante ti mismo bajo la luz de Dios y el
Espíritu Santo que es tu testigo interior. El prójimo entra por esta vía en el

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sagrario más íntimo de mi persona, se convierte verdaderamente en "prójimo", es


decir, próximo, vecino; mucho más, se convierte en "íntimo", que significa que
está dentro de mí. Esta es la máxima dignidad que una persona pueda conceder
a otra persona. El amor realiza el milagro de hacer de dos personas distintas,
separadas, una misma persona. Es el milagro del amor, esto será en la vida eterna
una razón más de gozo, porque en la vida eterna cada uno por amor será en el
corazón de todos los demás y el gozo de uno será el gozo de todos y el gozo de
todos será el gozo de cada uno. Para ser auténtica la caridad cristiana debe,
por tanto, partir del interior, del corazón. Las obras de misericordia tienen que
partir de las entrañas de misericordia, como las llama la Escritura.
De todas formas, hay que precisar inmediatamente que aquí se trata de algo
mucho más radical que la simple interiorización; o sea, trasladar el acento de la
práctica exterior de la caridad a la práctica interior. Esto es solo el primer paso.
La interiorización es el primer paso. Las profundidades del hombre, ahora que
hemos recibido el Espíritu Santo, son también las profundidades de Dios y, por
tanto, la interiorización se acaba en una divinización. Aquí reside el misterio de la
caridad, ahí está la novedad de la vida nueva en el Espíritu.
La interiorización, decía, descansa en la divinización. Un cristiano, decía S.
Pedro, es el que ama de verdadero corazón. Pero, ¿con qué corazón? Hemos
escuchado esta mañana la palabra de Ezequiel, que nos decía: "Os daré un
corazón nuevo". Por lo tanto, cuando un cristiano ama no ama con su viejo
corazón humano, ama con el corazón nuevo que es el Espíritu Santo. "Os daré
un corazón nuevo, pondré en vosotros un espíritu nuevo", "pondré en vosotros mi
Espíritu". Cuando nosotros amamos de todo corazón, por lo tanto, es Dios mismo
presente en nosotros, con su Espíritu, el que ama en nosotros y a través de
nosotros. El actuar humano es verdaderamente divinizado. Algo tan grande no es
que lo deduzcamos quién sabe con qué razonamientos extraños de la Palabra de
Dios, está contenido claramente en el Nuevo Testamento. Escuchad este texto de
la 2ª carta de S. Pablo a los Corintios. Dice:
"Dios nos consuela en todas nuestras tribulaciones para que podamos consolar a
los demás en cualquier dificultad o tribulación".
Consolarlos ¿con qué?. Con el consuelo que nosotros recibimos de Dios.
Nosotros consolamos con el consuelo con que somos consolados y alentados por
Dios, amamos con el amor con que somos amados por Dios, no con otro
diferente. Eso explica la resonancia aparentemente desproporcionada que a
veces tiene un sencillo acto de amor, a menudo incluso escondido; la novedad y
la paz que crea alrededor de nosotros, ¿por qué?, ¿si no lo hemos ni siquiera
expresado?. Es signo y vehículo de otro amor, el de Dios, que se transmite
incluso sin palabras.
El amor cristiano se distingue de cualquier otro amor por el hecho de que es
el amor de Cristo. Ya no soy yo el que ama, es Cristo el que ama en mí,
podemos decir. Meditando la exhortación del Apóstol sobre la caridad, estas ideas
que estoy compartiendo con vosotros, la primera vez que estaba meditando, en
un cierto momento recordé una palabra del profeta Jeremías, decía: "Roturad
los campos y no sembréis en cardizales, circuncidad vuestros corazones".
Sobre el trasfondo del amor sincero delineado por la Palabra de Dios, en este
momento se me perfiló ante la mirada la visión de mi corazón como la de un terreno
no cultivado, lleno de espinas, que espera a ser roturado. Pero, al mismo
tiempo, también un deseo y una necesidad nueva de emprender la obra de
mejoría, de hacer de mi corazón un lugar acogedor para los hermanos, como el

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corazón de Dios, del que se ha escrito que tiene compasión para todos y no
desprecia nada de lo que ha creado.
Una vez, me encontraba en África delante de un paisaje parecido al que
debía de tener ante sí el profeta Jeremías cuando dijo estas palabras. Durante los
meses de sequía, los campos abandonados en África, en Tanzania especialmente,
se llenan literalmente de zarzas, espinos y otros arbustos, y cuando está a punto de
llegar la estación de las lluvias y de la siembra, el campesino va a su campo, recoge
en un montón todas estas zarzas y arbustos y los quema, para no sembrar entre
las espinas. Yo recuerdo que cuando allí veía todas estas hogueras y preguntaba
¿qué es esto? me decían: son los campesinos que reúnen todas las zarzas y las
queman para no sembrar sobre zarzas y espinos. Al caer de la noche se
descubrían en el inmenso y silencioso paisaje africano muchas hogueras ardiendo.
Ahí entendí lo que quería decir Jeremías. Nosotros tenemos que hacer lo mismo
con el campo que es nuestro corazón, debemos destruir en nosotros mismos la
enemistad.
La Palabra de Dios nos sugiere hermanos, hacer algunas hogueras aquí,
pero no hay peligro de que tengan que venir los bomberos. Tenemos que
hacer tres hogueras:
La primera es la de los Malos Juicios. "Tú, dice Pablo, por qué juzgas a
tu hermano? y tú ¿por qué desprecias a tu hermano?. Dejemos por tanto, de
juzgarnos los unos a los otros." Los juicios hostiles cargados de aversión y
de condena son las espinas de que hablaba aquel texto del profeta
Jeremías, hay que erradicarlos y quemarlos, librar nuestro corazón de ellos.
Jesús dice: "No juzguéis y no os juzgarán, ¿por qué te fijas en la mota
que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el
tuyo?".
El sentido de estas palabras no es, no juzguéis a los hombres y así
éstos no os juzgarán, sabemos por experiencia que no siempre es así, sino:
no juzgues a tu hermano a fin de que Dios no te juzgue; o mejor aún: "No
juzgues al hermano, pues Dios no te ha juzgado a ti". No se trata de una
moral utilitarista, sino kerigmática. El Señor compara el pecado del prójimo,
el pecado juzgado, sea el que sea, a una mota; en comparación del pecado
del que juzga, el pecado de juzgar, que es la viga.
Santiago y S. Pablo aducen cada uno un motivo propio y profundo a
esta prohibición de juzgar. El primero dice: "¿Quién eres tú para juzgar al
prójimo?", y quiere decir: sólo Dios puede juzgar, porque Él conoce los
secretos del corazón, el por qué, la intención y la finalidad de cada acción,
pero ¿qué sabemos nosotros de lo que pasa en el corazón de otro hombre
cuando hace algo determinado?. ¿Qué sabemos de todos los
condicionamientos a que está sujeto por su temperamento, por su
educación...?.
Querer juzgar es para nosotros una operación peligrosísima, como
disparar una flecha con los ojos cerrados, sin saber dónde va a parar; nos
exponemos a ser injustos, despiadados, obtusos. Basta observar qué difícil
es comprendernos y juzgarnos a nosotros mismos y ¡cuántas tinieblas se
envuelven en nuestros pensamientos!, al menos, yo lo experimento.
Para comprender que no es del todo posible descender a las
profundidades de otra persona, a su pasado, a su presente, al dolor que ha
conocido... ¿Quién conoce a fondo la manera de ser del hombre si no es el
espíritu del hombre que está dentro de él?, dice S. Pablo.

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Se lee que un día, en un monasterio, en la antigüedad cristiana, un


joven monje cometió un grave pecado. Un anciano que lo supo dijo: iQué
mal enorme ha hecho este hermano!. Entonces, por la tarde, un ángel puso
ante él, ante el anciano, el alma del hermano que había pecado y le dijo:
Mira, el que tú has juzgado ha muerto, ¿dónde quieres que lo envíe, al Reino
o al castigo eterno?. El santo anciano, al sentir la responsabilidad de decidir
el destino eterno de una criatura quedó tan conmovido que pasó el resto de
su vida entre gemidos, lágrimas y fatigas suplicando a Dios que perdonara
su pecado.
El motivo aducido por S. Pablo es que el que juzga hace lo mismo con
él; por eso tú, amigo, el que seas, que te eriges en juez, no tienes disculpa al
dar sentencia contra el otro, te estás condenando a ti mismo, porque tú, el
juez, te portas igual. Esta es una verdad de la que quizá nos hemos dado
cuenta por nosotros mismos, al menos yo me he dado cuenta, cada vez que
hemos juzgado a alguien y luego hemos tenido ocasión de reflexionar sobre
nuestra misma conducta. Es un rasgo típico de la psicología humana juzgar
y condenar a los otros, sobre todo lo que nos disgusta en nosotros mismos,
pero que no nos atrevemos a afrontar: el avaro condena la avaricia, el sensual
ve por todas partes pecados de lujuria y nadie es más agudo y atento que el
orgulloso poniendo de relieve a su alrededor pecados de orgullo.
Pero, hermanas y hermanos, el discurso sobre los juicios es delicado y
complejo y no se puede dejar a la mitad, sin que aparezca inmediatamente
poco realista. De hecho, ¿cómo se consigue vivir sin juzgar?. El juicio está
implícito en nosotros, incluso en una mirada; no podemos observar,
escuchar, vivir sin hacer valoraciones, o sea, sin juzgar. En realidad, no es
tanto el juicio lo que se debe apartar de nuestro corazón, cuanto el veneno de
nuestro juicio, es decir, el rencor, la condena... En la redacción de Lucas, el
mandamiento de Jesús: "No juzguéis y no seréis juzgados", va seguido
inmediatamente, como para explicitar el sentido de estas palabras del
mandato: "No condenéis y no seréis condenados". De por sí, el juzgar es
una acción neutral, el juicio puede acabar tanto en condena como en
absolución y justificación, son los juicios negativos, recogidos y pregonados
por la Palabra de Dios los que, con el pecado, condenan también al pecador.
Escuchadme: una madre y una persona extraña pueden juzgar a un
niño, al hijo, por el mismo defecto que objetivamente existe, pero iqué
distinto juicio! ...
A veces, de acuerdo con el oficio que uno ejerce o del tipo de santidad a
que está llamado, Dios le puede exigir y conceder al mismo tiempo el cese completo
de toda actividad de juicio sobre los demás, pero normalmente no es así. Un padre,
un superior, un sacerdote, un juez..., hay jueces en la sociedad, tienen que
juzgar. A veces, el juzgar es precisamente el tipo de servicio que uno está
llamado a prestar en la sociedad y en la Iglesia. La fuerza del amor cristiano está en
eso, que es capaz de cambiar el signo del juicio y el acto de no amor, convertirlo
en un acto de amor.
San Pablo, precisamente en la carta a los Romanos, donde condena los
juicios, como hemos oído, él mismo juzga a sus connacionales hebreos y ¡con
qué severidad los juzga! "A causa de vosotros, dice, el Nombre de Dios está
blasfemado entre las naciones!". Pero, ¿cómo se explica esto?; se explica si
leemos lo que dice S. Pablo en un cierto momento en el cap. 9: "Como cristiano
que soy digo la verdad, no miento, me lo asegura mi conciencia iluminada por el
Espíritu Santo, siento una gran pena y un dolor íntimo e incesante, pues por el

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bien de mis hermanos los de mi raza y sangre, quisiera ser yo mismo anatema,
separado de Cristo, por su bien". Cuando un hombre puede decir esto, sus juicios,
por supuesto, no son malos. Este es amor sincero.
Primera hoguera: todos los juicios malos tienen que ser destruidos en la
Misa que va a seguir.
La segunda hoguera es la desestima. S. Pablo decía: "Rivalizad en la
estima mutua". Pero aquí de nuevo tocamos el punto neurálgico donde el amor
se enfrenta con su enemigo. El enemigo del amor se llama: Egoísmo. Para estimar
a los hermanos hace falta no estimarse demasiado uno mismo, no estar siempre
seguro de sí mismo, es necesario no hacerse una idea demasiado elevada de sí
mismo, diría S. Pablo. Quién tiene una idea demasiado elevada de sí mismo es
como un hombre que tiene ante sus ojos una fuente de luz intensa en la noche.
¿Habéis observado alguna vez tener ante los ojos de noche una fuente de luz
intensa? Se está deslumbrado, no se consigue ver nada más que esa luz. No se
pueden ver las luces de los hermanos, sus méritos, sus valores, sus carismas...
La segunda hoguera que hay que encender es pues, la de los pensamientos
y sentimientos de No estima, de desprecio de los hermanos. El obstáculo que
puede impedir todo este trabajo en favor de la caridad es detenerse en lo que los
demás nos hacen a nosotros. "Él no me estima", se dice, "sino que me desprecia".
A la luz del Nuevo Testamento, hermano, está fuera de lugar. La ley nueva del
amor no consiste, en efecto, en hacerles a los otros lo que éstos te hacen a tí,
como sucedía en la antigua ley del Talión, sino en hacerles a los demás lo que
Dios te ha hecho a tí. El Señor os ha perdonado, haced vosotros lo mismo. No
dice: "el otro te ha perdonado, haz tú lo mismo", no, "el Señor os ha perdonado,
haced lo mismo".
La ley nueva del amor no consiste, en efecto, en hacer a los otros lo que
hacen con nosotros. Ciertamente, los otros pueden servir de criterio, pero en
este caso no se trata de lo que los otros te hacen a ti, sino de lo que tú
quisieras que te hicieran. Este es el criterio. Por eso, tú te debes comparar
con Dios y contigo mismo, no con los otros. Debes ocuparte solo de lo que
haces a los otros y de cómo aceptas lo que ellos te hacen a ti, el resto es
pura distracción y no incide lo más mínimo en el problema, se refiere a
ellos.
Entre el ámbito interior de los sentimientos, de los juicios y la estima, y
el exterior que hemos llamado el ámbito de las obras de caridad, hay un
ámbito intermedio que tiene un poco de uno y un poco del otro, y es el ámbito
de las palabras. La boca es la espía del corazón, pues la boca habla de la
plenitud del corazón. Es verdad que no debemos amar solo de palabra y
con la lengua, nos dice Juan, pero debemos amar también con palabras y
con la lengua. La lengua, dice Santiago, puede vanagloriarse de grandes
cosas buenas y malas, puede incendiar un gran bosque, está llena de
veneno mortífero. ¡Cuántas muertes produce la lengua, hermanos, más que la
guerra! Muertes espirituales.
En la vida comunitaria y de familia, las palabras negativas, cortantes,
despiadadas, tienen el poder de hacer que cada uno se encierre en sí mismo y
abandone toda confianza y clima fraterno. Es la causa más grande de
sufrimiento que hay entre nosotros. Los más sensibles son literalmente
mortificados por las palabras duras, o sea, matados. Y quizá también nosotros,
también yo tengo alguno de estos muertos sobre mi conciencia.

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Es verdad que no hay que preocuparse de reformar sólo hipócritamente el


lenguaje sin empezar por el corazón que es el manantial, es verdad que una cosa
ayuda a la otra. Por eso, S. Pablo nos da a los cristianos esta regla de oro:
"Malas palabras no salgan de vuestra boca, lo que digáis sea bueno, constructivo
y oportuno, así hará bien a los que lo oyen". Es una regla de oro, es una forma de
ayuno. Ayer hablábamos de una forma de ayuno que es el ayuno de las imágenes,
hay otra forma maravillosa de ayuno que es el ayuno de las palabras malas.
Una vez, al comienzo de una Cuaresma, en una pequeña comunidad que
tengo en Milán, de familias, como había jóvenes madres que tenían niños
pequeños no podía pedir el ayuno de los alimentos, y entonces tomamos esta
palabra de S. Pablo como la regla de nuestra Cuaresma. Cada uno debía
escribirla: "Malas palabras no salgan de vuestra boca, lo que digáis sea bueno,
constructivo y oportuno, así hará bien a los que lo oyen", y debían escribirla en
un papel para ponerlo en la puerta de su habitación, pero ¡cuidado!, dijimos: no
en el exterior de la puerta, sino en el interior, porque si es en el exterior es una
recomendación que hacemos a los demás de no decirnos malas palabras a
nosotros; si lo ponemos en el interior, es una regla para nosotros con los demás!
¿Veis? Hay aquí todo un programa para la Cuaresma. Si uno decide tomar como
regla estas palabras, en poco tiempo experimentará la circuncisión de los labios y
luego la del corazón, como decía Jeremías.
Y esta es la tercera hoguera, y ¡qué hoguera están viendo aquí los ángeles
en este momento, si todos verdaderamente echáramos nuestras malas palabras
aquí! No es difícil aprender a reconocer las malas y las buenas palabras, basta
seguir mentalmente o prever la trayectoria de una palabra para ver dónde van a
parar, si acaban en nuestra gloria o en la gloria de Dios y del hermano, si sirven
para justificar, compadecerse, o hacer valer mi "yo", o por el contrario el del
prójimo. La mala palabra, al principio saldrá de los labios y habrá que retirarla,
¿cómo? pidiendo excusas, pidiendo perdón, es una forma de caridad. Después,
poco a poco se detendrá, como se suele decir, en la punta de la lengua, hasta
que empiece a desaparecer y dar paso a la buena palabra. ¡Qué don para los
hermanos y qué aportación a la caridad fraterna, incluso en un grupo de oración
en la Renovación Carismática!. Una buena palabra que brota del corazón es
bálsamo, es fortaleza para el hermano, es don de Dios mismo, como lo hemos
visto cuando nosotros amamos de corazón, es Dios el que ama en nosotros y
cuando decimos una buena palabra, positiva, es Dios quien dice esa palabra al
hermano a través de mí.
El amor, pues, hermanos, es la solución universal de todo. Es difícil
establecer en cada caso qué es actuar bien, si callar o hablar, si dejar correr o
corregir, pero si en ti está el amor cualquier cosa que hagas será la justa, "porque el
amor, dice Pablo, no hace daño alguno al prójimo". En este sentido, S. Agustín
decía: "Ama y haz lo que quieras". Es muy sencillo, no es una palabra muy atrevida,
herética, él lo explica muy bien, dice: "De una vez para siempre se te impone este
breve precepto: ama y haz lo que quieras. Si callas, calla por amor. Si hablas, habla
por amor. Si corriges, corrige por amor. Si perdonas, perdona por amor. Que viva
en ti la raíz del amor, porque de esa raíz no puede proceder más que el bien".
Vosotros padres, antes de corregir a vuestros hijos, buscad poner en vuestro
corazón esta raíz del amor, de otra manera la corrección no tendrá éxito alguno.
También a los niños tenemos que hablarlos con palabras buenas, no siempre
corregir, condenar, sino alentar, decir palabras positivas, apreciadoras... El amor
es la única deuda que tenemos con todos. "A nadie le debáis nada fuera del amor
mutuo". La caridad, esta caridad interior, es la que se puede ejercer siempre y todos
pueden ejercerla, los pobres no menos que los ricos, los enfermos no menos que los

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sanos... Es una caridad concretísima, no se trata de emprender una lucha


abstracta con los propios pensamientos, sino de comenzar a mirar con ojos nuevos
a las personas y situaciones que hay a nuestro alrededor.
No es que debamos ir nosotros buscando ocasiones para realizar este
programa, son ellas las que continuamente nos buscan, son las cosas y personas
con que vamos a encontrarnos hoy mismo, volviendo a casa, basta que decidas
mirar a las personas con ese amor sincero y te das cuenta con estupor que es
posible una actitud del todo diferente para con ellas, como si se abriera en ti otro
ojo diferente del habitual y natural, todas las relaciones cambian.
Pongo un ejemplo, estás en la cama enfermo o que no puedes dormir. No
consigues rezar en todo ese tiempo, la Palabra de Dios te sugiere una tarea de
extrema importancia, alterna la oración con la caridad fraterna. Uno se dice:
¿cómo se puede ejercer la caridad fraterna estando en la cama?. Voy a decírtelo,
mira cómo: haz entrar en tu habitación, mediante la fe, de entre las personas que
conoces, a las que Dios te ha hecho venir a la mente en ese momento y que son
probablemente No las más simpáticas de todas, son probablemente aquellas
respecto de las que haya algo que cambiar. Mientras cada una de ellas está allí
delante de ti, mejor, dentro de tu corazón, empieza a mirarlas con los ojos y el
corazón de Dios, que Dios te ha dado. Como por un milagro verás desaparecer
todos motivos de prevención y de hostilidad, todos los resentimientos...; se te
presentará como una pobre criatura que sufre, que lucha con sus debilidades v
sus límites como tú. Como todos, como alguien por quien ha muerto Cristo, dice
Pablo. Y te asombrarás no haberlo descubierto antes! y lo despedirás en paz quizá
como se despide a un hermano tras besarlo en silencio! Así, uno tras otro, mientras
la gracia recibida te asista... Nadie se ha dado cuenta de nada, si llega alguien lo
encontrará todo como antes, quizá el rostro un poco más radiante, pero entre tanto
ha venido a ti el Reino de Dios, iay! has recibido una visita, te ha visitado la reina
caridad, porque la caridad es la reina de las virtudes.
Esta caridad sincera es de vital importancia en la Renovación Carismática.
Comentando la lista de los carismas que se encuentra en S. Pablo, S. Agustín
hace una reflexión luminosa: "Al oír nombrar todos estos carismas, dice, alguien
podría sentirse triste y excluido pensando que él no posee ninguno”. (Estoy seguro
de que hay personas de este tipo, que se sienten tristes porque piensan que no
tienen ningún carisma). Pero ¡cuidado!, dice S. Agustín: “Si amas lo que posees no
es poco, pues si tú amas la unidad, el Cuerpo de Cristo, la Iglesia, todo lo que en ella
está en posesión de uno lo posees también tú. Destierra la envidia y será tuyo lo
que es mío y si yo destierro la envidia es mío lo que tú posees. La envidia separa, la
caridad une. Sólo el ojo en el cuerpo tiene la facultad de ver, pero acaso el ojo ve
sólo para sí mismo?. No, él ve por la mano, por el pie y por todos los miembros. Así,
si el pie está a punto de tropezar con un obstáculo, el ojo no se pone a mirar
ciertamente a otra parte evitando prevenirlo. Sólo la mano actúa en el cuerpo, pero
¿acaso ésta actúa para sí, no actúa también para el ojo?, pues si está a punto de
recibir un golpe que no está dirigido a la mano sino al ojo, la mano no dice: lAh, no
voy a hacer nada, porque el golpe no está dirigido a mí! No. ¿Acaso el pie no
camina y así sirve a todos los miembros...; mientras los demás miembros callan, la
lengua habla por todos. Tenemos, pues, dice S. Agustín, si amamos a la Iglesia y la
amamos si nos mantenemos insertados en su unidad y en su caridad!”. El mismo
apóstol tras afirmar que a los hombres se le han concedido dones diferentes, de la
misma manera son asignadas tareas diferentes a los miembros del cuerpo, sigue
diciendo: “Y me queda por señalaros un camino Excepcional”, y prosigue
hablando de la caridad.

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He aquí desvelado el secreto de la caridad. ¿Por qué la caridad es el


camino mejor de todos?. Porque la caridad me hace amar la unidad, o sea,
concretamente la Iglesia, la comunidad en la que vivo y en la unidad todos los
carismas, no sólo "algunos" son míos.
Pero hay aún más, hermanos, esto lo añado yo. Si amas más que yo amo, si
amas el Cuerpo de Cristo, la unidad, más que yo lo amo, el carisma que yo poseo
es más tuyo que mío. Supongamos que yo tenga el carisma de Evangelizador, o
sea de anunciar el Evangelio, bueno, yo puedo complacerme o vanagloriarme y
¡ay de mí, no es una hipótesis abstracta! Y entonces, me convierto en una
campana ruidosa, mi carisma de nada me sirve, me advierte el Apóstol, mientras
a ti, hermano o hermana que has escuchado estos días, sí te sirve, a pesar de
mi pecado. Por la caridad vemos que tú posees sin peligro lo que otro posee
con peligro. La caridad multiplica los carismas, hace del carisma de uno, el
carisma de todos. No hay cristianos sin carismas.
Pero para que esto suceda, decía S. Agustín, hay que desterrar la envidia,
hacer una hoguera más, o sea, morir al propio yo individualista y egoísta que busca
la gloria y asumir, en su lugar, el yo grande, inmenso de Cristo y de su Iglesia.
Hay una Misa especial para pedir al Señor la caridad y en esta Misa se
encuentra esta oración con la que vamos a terminar nuestra enseñanza: "Inflama,
¡oh Padre!, nuestros corazones con el Espíritu de tu amor, para que pensemos y
obremos según tu voluntad, y te amemos en los hermanos con corazón sincero.
Por Jesucristo Nuestro Señor." AMEN.

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