Como ven ustedes, si amamos a Dios es porque él nos amó primero. Si alguno dice: “Amo a Dios”, pero aborrece a su hermano, es un mentiroso. Si no ama al hermano que tiene delante, ¿cómo puede amar a Dios, a quien jamás ha visto? Dios mismo ha dicho que no sólo debemos amarlo a él, sino también a nuestros hermanos.
I Juan 4.19-21, Reina-Valera Contemporánea
Por tanto, quien posea la caridad fraterna y la posea ante Dios, donde él ve, e interrogado su corazón con examen imparcial no le responda otra cosa sino que en él existe la raíz auténtica de la caridad de la que brotan los buenos frutos, tiene confianza ante Dios. Ése recibirá de Él todo lo que le pida, porque guarda sus mandamientos.
Agustín de Hipona
Trasfondo bíblico-teológico
Salta a la vista la forma en que la primera Carta de Juan nos vuelve a interpelar con su reiterado énfasis en la realidad, aplicación y exigencia del amor de Dios en toda comunidad cristiana. Las “vueltas de tuerca” que da el texto conducen a reiteradas y nuevas formas de apreciar la necesidad de promover y experimentar el amor fraterno.
Todos conocemos aquella frase luminosa de san Agustín: “Ama y haz lo que quieras” [“Ama y haz lo que quieras: si callas, calla por amor; si gritas, grita por amor; si corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por amor. Exista dentro de ti la raíz de la caridad; de dicha raíz no puede brotar sino el bien”.[2]]; con otras varias, igualmente maravillosas, brotó de sus labios un día de la semana de pascua del año 407, mientras explicaba a los recién bautizados de Hipona (Túnez) la primera carta de san Juan. Agustín, preocupado entonces por el cisma de los donatistas, se encontraba en la misma situación que el autor de las tres cartas de Juan, que había luchado igualmente por mantener en la unidad de la fe a una comunidad sacudida por la herejía. Dieciséis siglos más tarde, estas cartas, sobre todo la primera, no han perdido nada de su hechizo y siguen fascinando a los creyentes; les comunican el vigor de la fe en “el mesías venido en la carne” y las exigencias de la verdadera caridad que de allí se derivan (P. Gruson).
Al conocimiento sólido y sostenido de que “Dios ha venido en carne” le debe seguir el hecho de que la comunidad viva cotidianamente el amor, porque la encarnación como también afirmó Agustín es una prueba de amor y la garantía de la obra que hará Dios en todos nosotros: “Por ti él se ha hecho temporal, para que tú fueras eterno. Le pidió prestado algo al tiempo; no se alejó de la eternidad. Tú, por el contrario, has nacido temporal y por el pecado te has hecho temporal. Tú te has hecho temporal por el pecado; él se ha hecho temporal por misericordia para librarte del pecado”.
La presencia del Espíritu Santo en los corazones confirma el amor de Dios (vv. 13-17)
Desde 3.23 se afirma algo esencial sobre la presencia del Espíritu en la comunidad de fe: “En esto sabemos que él permanece en nosotros: por el Espíritu que él nos ha dado”. Mediante el cumplimiento de la promesa de su venida, el Señor se hace presente por su Espíritu en medio de la vida cotidiana de la iglesia como una realidad exigente y que obliga a “probar los espíritus” circundantes (4.1-6). Y ahora lo subraya. “En esto sabemos que permanecemos en él, y él en nosotros: en que él nos ha dado de su Espíritu” (4.13) que invierte la afirmación de 3.23 para avanzar en la exhortación:
Después de haber presentado el origen del amor, de haber expuesto el desarrollo de su manifestación y de haber confirmado su fuerza en la comunidad joánica, el autor expone su última trayectoria hasta el día del juicio (v. 17); así, pues, llega con toda naturalidad a proponer el amor perfecto, la perfección del amor, el amor en plenitud. El verbo “perfeccionar, cumplir” (teleioô) aparece en 2.5; 4.12, 17-18. En el evangelio, Cristo cumplió el amor en su perfección: dio su vida hasta eI fin (Jn 13.1), según el mandamiento que le había dado el Padre. Detrás de esta insistencia en el amor perfecto hay probablemente una reacción contra una falsa idea de la perfección (M. Morgen).
Si la naturaleza misma de Dios es el amor (16b), permanecer en Él es practicarlo continuamente y descubrir el amor de Dios en quienes nos rodean. “Y nosotros hemos conocido y creído el amor que Dios tiene para con nosotros. Dios es amor; y el que permanece en amor, permanece en Dios, y Dios en él. En esto se perfecciona el amor en nosotros: para que tengamos confianza en el día del juicio, pues como él es, así somos nosotros en este mundo” (16-17).
“Lo amamos a Él porque Él nos amó primero” (vv. 18-21)
Vivir en el amor perfecto, agrega la carta, “echa fuera el temor” y esta manera de experimentar el amor que procede de Dios permite asomarse a otras realidades profundas como lo es la afirmación de que el amor que tenemos hoy a Dios fue precedido por su amor hacia nosotros. Ese amor previo ha producido una serie de acciones salvadoras que han ido más allá de cualquier especulación o teoría. El Señor ha entregado voluntariamente su vida por cada uno. “En efecto, ¿cómo le íbamos a amar si no nos hubiese amado Él antes? Al amarle nos hemos hecho amigos de Él, pero Él nos amó cuando éramos sus enemigos, para hacernos sus amigos. Él nos amó antes y nos otorgó amarle a Él. Aún no le amábamos; amándole nos volvemos bellos” (Agustín de Hipona). Y allí es donde aparece una de las afirmaciones más conocidas de la carta: si no se ama al hermano que se puede ver, es imposible amar a Dios, “a quien nadie ha visto” (Jn 1.18).
El verbo ver (horao) hace de nuevo su aparición; en el evangelio es uno de los verbos que identifica la misión del testigo ocular que se encuentra al origen de la comunidad joánica; en ese caso es inseparable del verbo creer (pisteuo). Un contenido similar tendríamos que darle en esta ocasión al verbo ver, aunque estuviera solo, dado que se halla en relación íntima con el amar a Dios, que pertenece a la esfera de la fe. Puede afirmarse, entonces, que en la concreción del amor al prójimo se realiza una dimensión ineludible de nuestra fe: el amor a Dios. Y conste que el texto es claro: no existe otra alternativa; un amor a Dios que no se verifica en el amor concreto al prójimo, no es verdadero amor a Dios (R.H. Lugo Rodríguez).
La lógica de la carta es muy clara: “si Dios nos ha amado, no podemos estar en la verdad, en una actitud ‘justa’, más que amando. El amor a Dios se concreta en el amor al hermano, puesto que el hombre no puede ver a Dios. El único que ha visto a Dios ha mostrado a los hombres en su propia vida el camino del amor a Dios; se trata, por tanto, de un mandamiento recibido de él (v. 21)” (M. Morgen).
Conclusión
Este mandamiento es desarrollado por el texto para hacer del amor la plataforma única que permite asomarse a las realidades divinas y a las humanas en profundidad y en perfección: sólo amando a los hermanos/as podemos decir que amamos y conocemos a Dios. Más allá de esa realidad histórica, teológica y humana no puede haber una verdad que sustente lo que Dios quiere hacer en el mundo, esto es establecer una sociedad más fraterna, digna e igualitaria. Definitivamente, “es el amor al prójimo, por encima de todo conocimiento intelectual y de toda experiencia mística, el único criterio de autenticidad cristiana” (Ídem).
Sugerencias de lectura
- Agustín de Hipona, Comentario a la primera carta de san Juan, VI, 4, en https://www.augustinus.it/spagnolo/commento_lsg/omelia_06_testo.htm.
- Raúl H. Lugo Rodríguez, “El amor eficaz, único criterio (El amor al prójimo en la primera carta de San Juan)”, en RIBLA, núm. 17.
- Michèle Morgen, Las cartas de Juan. Estella, Verbo Divino, 1988 (Cuadernos bíblicos, 62).
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febrero 25, 2024
1 Juan 4.15-21 Commentary