octubre 9, 2022

2 Reyes 23.4-23 Commentary

Trasfondo bíblico-teológico

“Cuando todo mundo es cristiano, ya nadie es cristiano”, escribió el filósofo danés Søren Kierkegaard (1813-1855). Esta frase lapidaria puede ayudar muy bien a entender la situación social y eclesiástica que se vivía en los siglos previos a las diversas luchas por la reforma de la Iglesia que se desarrollaron con tanta intensidad durante el siglo XVI, pero que fueron antecedidas por otros esfuerzos en diferentes regiones de Europa. Por un lado, manifiesta la forma en que la sociedad medieval entendía el hecho de ser cristianos como formar parte de una gran colectividad de manera automática e indiscutible, es decir, lo que se conoce como Cristiandad, el gran edificio político, social y religioso encabezado desde el cielo por Dios. Por el otro, hace patente la posibilidad de que este gran cuerpo social se transformara para adaptarse ante las nuevas necesidades de un mundo en constante evolución, amenazado especialmente por el surgimiento de la burguesía. Para ello, era muy necesario asumir una postura autocrítica que la Iglesia católico-romana no estuvo muy dispuesta a asumir, especialmente si se recuerda que fue la guardiana oficial del pensamiento único de su época mediante el ejercicio de la represión de cualquier signo de disidencia.

Iglesia, comunidad y corporativismo

Desde ambas perspectivas, la importancia de la Reforma Protestante en el debate sobre la razón de ser de la Iglesia cristiana y en la conformación de una nueva manera de ser iglesia se presenta delante de nosotros, una vez más, a 505 años del inicio de la gesta de Martín Lutero. El corporativismo medieval había limitado bastante la religiosidad individual, pues sólo era concebible ser cristianos/as según los moldes determinados por la institución religiosa y apartarse un ápice de ese patrón implicaba colocarse en los linderos de la herejía, esto es, del probable cuestionamiento de las enseñanzas autorizadas de la Iglesia. La sumisión a esta forma de control ideológico garantizaba la unidad de la pirámide social, pues se aceptaba que sus características estaban determinadas por la voluntad divina. De ahí que poner en tela de juicio cualquier aspecto de su funcionamiento constituía una falta gravísima, política y religiosamente hablando. Pensar diferente o acudir por cuenta propia al contenido de la Biblia, o ambas cosas, era un delito en contra de la unidad de la Iglesia y del orden político-social.

En la historia del rey Josías (II Reyes 23.4-23) la voluntad de transformar los acontecimientos para evitar el juicio inminente de Dios se hizo patente en la fuerza profética con que fue capaz de impulsar los cambios radicales a que dio pie el redescubrimiento del Libro de la Ley, una versión casi completa del Deuteronomio. La determinación con que acometió la reforma religiosa y cultual modificó provisionalmente, para bien, el rostro de la monarquía y le ganó a Josías un importante lugar en la historia de su pueblo. No obstante, la acumulación de periodos en los que el reino de Judá dejó pasar las oportunidades para estos cambios impidió detener su decadencia y posterior derrumbe a manos de los invasores extranjeros.

El rescate de la naturaleza del pueblo de Dios

Pero los tiempos habían comenzado a cambiar y, así como en la época del rey Josías se requirió un esfuerzo de análisis y valoración de las acciones del pueblo en función de la obediencia a Dios, los diferentes movimientos reformistas europeos buscaron reconsiderar el papel de la Iglesia. Para ello, fue necesario sacudirse la tutela de los intereses políticos dominantes que se apropiaron del destino de las comunidades de fe desde que éstas aceptaron constantinizarse en el siglo IV. El supuesto triunfo de la Iglesia sobre el paganismo romano significó, en realidad un creciente sometimiento a las imposiciones de los poderes del momento. Cuando monarcas como Carlos, emperador de España y Alemania, ejerció el privilegio de nombrar obispos en sus territorios, la Iglesia no podía objetar a las personas elegidas. El pueblo del reino sureño de Judá tuvo la fortuna de que el propio encabezara un proceso de reforma de la vida nacional, con base en la búsqueda de obediencia a la Palabra de Dios. En contraste, en los inicios del siglo XVI la única posibilidad de reconstruir la naturaleza de la Iglesia consistió en los movimientos de renovación que ahora calificamos de “reformadores”, pues muchos de ellos deseaban restaurar el estado de cosas que se rompió con el surgimiento de la Cristiandad.

Nadie intentó formar u organizar una o varias iglesias sino volver a experimentar la existencia de una comunidad o institución más acorde con los designios delineados en el Nuevo Testamento, es decir, que no hubiera más cabeza de la Iglesia que Cristo mismo y que los dones del Espíritu Santo circulasen libremente en medio del pueblo de Dios. Nunca se abandonó la idea de que la Iglesia seguiría siendo una sola, a pesar de que las divisiones dogmáticas, regionales o nacionales resultaron inevitables al destaparse la caja de Pandora debido a la cerrazón de la jerarquía católica. Las propuestas de grupos como los albigenses o valdenses, o de personas como Wiclif, Hus o Savonarola fueron rechazadas tajantemente. La respuesta autoritaria de una institución unida sin remedio al poder monárquico de su época acabó con la posibilidad de una “reforma tersa”, pues terminó por imponerse mediante una serie de conflictos, incluso armados, que cambiaron el rostro de la unidad eclesiástica antes de concluir el siglo XVI.

El modelo reformado de Iglesia

Cuando Lutero dio pasos cada vez más sólidos en el camino hacia la transformación de la Iglesia de su tiempo (la discusión de sus 95 tesis, el rechazo radical a retractarse ante el Emperador, la quema del decreto papal de excomunión, la traducción de la Biblia al idioma popular…), se fue consolidando la idea de que el estatus de la Iglesia en el mundo cambiaría para siempre. Primero, porque nunca más tendría ya un rostro uniforme y, después, porque los nuevos impulsos para vivir la vida cristiana ya no obedecerían a imposiciones unívocas dictadas desde un solo centro de poder. Comenzó a entenderse que, en realidad, la Iglesia siempre se había caracterizado por un policentrismo, a saber, que dondequiera que se invocase el nombre de Cristo, allí habría fuertes posibilidades de que estuviese presente la Iglesia verdadera.

La afirmación bíblica del sacerdocio universal de los creyentes (la vocación cristiana que rompe para siempre la distinción entre clérigos y laicos), así como la insistencia en el encuentro efectivo, personal y desafiante con la obra redentora de Cristo. Al llevar a cabo esa profunda transformación vital, fue el punto de partida para que, más allá de las inclinaciones burguesas para volver a someter a la religión, ahora con la mentalidad puesta en la obtención de ganancias a cualquier precio, la Iglesia recuperase su carácter de movimiento del Espíritu. Éste es quien crea las nuevas estructuras, pero sólo con el fin de ponerlas al servicio del Evangelio como una forma de manifestación de la gracia para toda la humanidad.

Conclusión

La relectura de las Escrituras, de la misma manera en que en la época de Josías se redescubrió el contenido de la Ley para moldear la vida del pueblo, produjo el modelo reformado de Iglesia. Es decir, la superación del modelo corporativo medieval, piramidal, a fin de subrayar la importancia de la conversión y entrega al Evangelio de Jesucristo, además la libertad de asociación y ejercicio de un poder-servicio dentro y fuera de la Iglesia, pues las estructuras eclesiásticas debían ponerse al servicio de la humanidad y no al revés, como se practicaba y en muchos lugares se sigue practicando aún.

Las decisiones trascendentales de Josías en Judá equivalieron, sin duda, al empeño de los reformadores por levantar no una nueva Iglesia, porque ésta, delante de Dios, nunca se ha fragmentado, sino formas frescas de vivir la gracia de Dios en medio de una comunidad. Todo ello sin la interferencia de los poderes materiales que no vacilan en manipular las enseñanzas del Evangelio para servir a sus fines, los cuales no necesariamente coinciden con la voluntad divina. La Iglesia, hoy, debe seguir recapacitando acerca de si su manera de entender la misión cristiana está acorde con las intenciones divinas de traer luz, verdad y justicia a las vidas humanas o si, más bien, se ve como un fin en sí misma, ajena a las necesidades humanas más urgentes.

Sugerencias de lectura

  • Walter Brueggemann, 1 & 2 Kings. Macon, Smyth & Helwys, 2000.
  • Alicia Mayer, “Lutero desde América Latina”, en Studia Aurea: Revista de literatura española y teoría literaria del Renacimiento y Siglo de Oro, 13, 2019, pp. 93-131.
  • Mario Miegge, La Reforma protestante y el nacimiento de la sociedad moderna., Barcelona, CLIE, 2017.
  • Graham Tomlin, Lutero y su mundo. Madrid, San Pablo, 2007.

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