abril 20, 2025

Hebreos 8.1-7 Commentary

No es como los otros sumos sacerdotes, que diariamente tienen que ofrecer sacrificios, primero por sus propios pecados y luego por los del pueblo. Jesús hizo esto una sola vez y para siempre, cuando se ofreció a sí mismo.                                                  Hebreos 7.27, Reina-Valera Contemporánea

Se da por hecho que la sangre de machos cabríos y de toros, así como las cenizas de una ternera, tienen poder para restaurar la pureza externa cuando se esparcen sobre quienes son considerados ritualmente impuros.                                                 Hebreos 9.13, La Palabra (Hispanoamérica)

Trasfondo bíblico-teológico: Salvación y espiritualidad no sacrificial

En su labor terrenal, Jesús no pretendió nunca asumir tareas sacerdotales, pues su trabajo se alineó más bien en el terreno profético al proclamar, no sin conflicto, la acción de Dios en la historia. Profetas y sacerdotes no siempre se llevaron bien, pues muchas veces el legalismo fue el dilema que enfrentaron los segundos. Los profetas se rebelaron contra el formalismo y reclamaron un compromiso serio en la vida social y política. Los evangelios muestran a Jesús en abierta campaña contra la concepción ritual de la religión y específicamente contra la práctica de los sacrificios. “De esta forma se enfrenta con el sistema de las separaciones rituales, cuya cima, […] está constituida por la ofrenda del ‘sacrificio’, y escoge la orientación contraria, la que intenta honrar a Dios propagando la misericordia que procede de él” [Mt 9.13 sigue a Os 6.6] (A. Vanhoye, 1989). Todo el ministerio de Jesús fue en sentido opuesto al sacerdocio antiguo y murió de una manera radicalmente diferente al ritual judío, pues “no tuvo lugar en el templo ni tuvo nada que ver con una ceremonia litúrgica. Fue todo lo contrario: la ejecución de un condenado. Entre la ejecución de un condenado y el cumplimiento de un sacrificio ritual. Los israelitas —y por consiguiente los primeros cristianos— percibían un contraste total” (Ídem). Si los ritos sacrificiales eran actos solemnes, de glorificación y santificación, la muerte de Jesús fue un episodio secular, mundano, burdamente consensuado por las fuerzas políticas y religiosas que puso en entredicho el aparato legal de la época. La ley mosaica era muy clara al respecto:

La muerte sufrida por un condenado, por el contrario, se veía no solamente como el peor de los castigos, sino también como una “execración”, como lo contrario de una “consagración”, Apartado del pueblo de Dios (cf. Núm 15.30), el condenado era una persona maldita y fuente de maldición (Dt 21.23; Gál 3.13). En el caso de Jesús, la condenación era evidentemente injusta y el acontecimiento recibía, desde su interior, un significado totalmente distinto; pero no por ello se convertía en un acto ritual ni constituía por tanto un “sacrificio” en el sentido antiguo de la palabra. Se trataba más bien, por parte de Jesús, de un acto de “misericordia” llevado hasta el extremo; […] Este acto de misericordia correspondía a los deseos de Dios, que quería “la misericordia y no el sacrificio” (Mt 9,13; cf. Mc 12,33). Lejos de reducir la distancia entre Jesús y el sacerdocio antiguo, el acontecimiento que tuvo lugar en el Calvario la aumentó todavía más (Ídem, énfasis agregado).

De modo que la carta a los Hebreos iría, aparentemente, en sentido contrario a esta nueva dinámica de comprensión de la salvación y de la espiritualidad no sacrificial: “…no hay nada aparentemente, ni en la persona de Jesús, ni en su ministerio, ni siquiera en su muerte, que corresponda a la imagen que entonces tenían de lo que era el sacerdocio”. Por lo que el esfuerzo teológico y doctrinal por presentar a Jesús como sacerdote sacrificado replanteaba profundamente todo lo que el judaísmo había conocido y proponía otra realidad que suponía nuevas interrogantes:

¿Era acaso una religión sin sacerdocio la que esta fe introducía? ¿Formaban los cristianos una comunidad que prescindía del sacerdote? ¿Era admisible una situación semejante? No podía bastar una respuesta evasiva, ya que estas cuestiones ponían en juego una pretensión fundamental de la fe cristiana. Esta proclamaba y sigue proclamando que Cristo cumplió las Escrituras, que realizó con toda perfección los designios de Dios anunciados en el Antiguo Testamento. Pero ¿cómo sostener esta afirmación si el misterio de Cristo quedaba completamente desprovisto de la dimensión sacerdotal que ocupa un lugar tan amplio en el Antiguo Testamento? (Ídem).

La manifestación del sacerdocio redentor de Jesucristo

…iluminado por el misterio de Cristo, el autor de la epístola a los Hebreos ha purificado de sus elementos negativos o defectuosos los términos que empleaba y les ha conferido una nueva plenitud de sentido. Su concepción del sacerdocio y del sacrificio no puede ni mucho menos reducirse a los esquemas antiguos. Los transforma profundamente y los hace estallar en pedazos, abriéndolos a toda la riqueza humana y espiritual de la existencia de Cristo. Por esta razón arroja una luz viva sobre la existencia de los hombres en su realidad concreta, tanto si se trata de sus relaciones personales con Dios como si se piensa en su solidaridad mutua. Lejos de constituir una regresión deplorable, la proclamación del sacerdocio de Cristo manifiesta un progreso de la fe e imprime un nuevo impulso a la vida cristiana (A. Vanhoye, 1984).

Desde el cap. 2 la epístola comienza a desplegar mediante el vocabulario sacerdotal, la manifestación de la obra salvadora de Jesucristo en la cruz. Su proyecto es único en el Nuevo Testamento y consigue plenamente establecer las coordenadas del sacerdocio del Señor y Salvador: “Lo que sí vemos es que Jesús, que fue hecho un poco menor que los ángeles, está coronado de gloria y de honra, a causa de la muerte que sufrió. Dios, en su bondad, quiso que Jesús experimentara la muerte para el bien de todos” (2.9, RVC). Centra su atención en la liturgia del Yom Kippur, el Día de la Expiación, el más sagrado del calendario judío, y se extiende: “Por eso le era necesario ser semejante a sus hermanos en todo: para que llegara a ser un sumo sacerdote misericordioso y fiel en lo que a Dios se refiere, y expiara los pecados del pueblo. Puesto que él mismo sufrió la tentación, es poderoso para ayudar a los que son tentados” (2.17-18). Jesús fue superior a Moisés dice el cap. 3 y en el 4 abiertamente se introduce la temática sacerdotal sobre Jesús: “Por lo tanto, y ya que en Jesús, el Hijo de Dios, tenemos un gran sumo sacerdote que traspasó los cielos, retengamos nuestra profesión de fe. Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo de la misma manera que nosotros, aunque sin pecado” (4.14-15).

En el cap. 5 se siguen destacando los aspectos humanos de Jesús como sacerdote máximo y el lenguaje alcanza notas verdaderamente sublimes al respecto, al mismo tiempo que conecta ese sacerdocio con una notable tradición antigua: “Cuando Cristo vivía en este mundo, con gran clamor y lágrimas ofreció ruegos y súplicas al que lo podía librar de la muerte, y fue escuchado por su temor reverente. Aunque era Hijo, aprendió a obedecer mediante el sufrimiento; y una vez que alcanzó la perfección, llegó a ser el autor de la salvación eterna para todos los que le obedecen, y Dios lo declaró sumo sacerdote, según el orden de Melquisedec” (5.7-10). En el cap. 6, se exhorta a mantener la esperanza en ese sacerdote inquebrantable (6.19-20). En el 7 se despliega la explicación sobre Melquisedec como precursor de Jesús-sacerdote, ligando su presencia y actuación con la de aquel hombre misterioso (“rey justo”, “rey de paz”) que antecedió al Señor en el acto de entregar las ofrendas a Dios. Se trató de un “sacerdocio diferente” (7.11) que establecería una nueva consigna (una “nueva ley”, v. 12), lo cual es verdaderamente revolucionario, y anularía el mandamiento anterior (7.18). Su sacerdocio es inmutable (8.24). Y el texto agrega como afirmación central del libro: “Jesús es el sumo sacerdote que necesitábamos tener: santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores, y exaltado por encima de los cielos” (7.26).

Un sacerdocio supremo ante las puertas de un nuevo pacto (vv.1-7)

Con esas afirmaciones sobre el sacerdocio supremo de Jesús, el cap. 8 conecta directamente lo sucedido en Jesús-sacerdote con la nueva alianza que realizaría Dios con su pueblo. Sentado a la derecha “del trono de la majestad en los cielos” (8.1b), con todo el derecho y el privilegio de gobernar sobre todas las cosas, este sacerdote es “ministro del santuario, de ese tabernáculo verdadero” (leitourgós kai tes skenes tes alethinés, “sacerdote en el verdadero santuario”), “es decir, en el verdadero lugar de adoración, hecho por Dios y no por nosotros los humanos” (8.2b). El sumo sacerdote Jesucristo, designado igualmente “para presentar ofrendas y sacrificios” (dóra, thysías, 3), ofreció lo que tenía (4): su propia persona. Los sacerdotes antiguos entregaban las ofrendas según la ley (4b). Su labor ritual no fue “más que modelo y sombra de las cosas celestiales” (5a). Pero este nuevo Sumo Sacerdote “ha recibido un ministerio mucho mejor, pues es mediador de un pacto mejor, establecido sobre mejores promesas” (6). El segundo pacto será mucho mejor que el primero, es decir, perfecto (7), por causa de quien lo presentó.

La interpretación de los sucesos coloca las cosas en otro nivel de comprensión: Las antiguas realidades cultuales destinadas para el sacrificio. Los elementos externos mostraban ahora su invalidez e incompletud. La lectura cristológica y neosacrificial de los acontecimientos y rituales colocó la muerte de Jesús en un plano de entendimiento de la salvación que no se había desarrollado con anterioridad y ahora, ya como Mesías glorificado, su trabajo redentor es explicitado categóricamente. La superioridad del sacrificio sacerdotal de Jesucristo rebasa ampliamente todo lo que se había conocido antes y la comparación de los dos sacrificios no deja margen para la duda: lo que él ha hecho establece una nueva dimensión en la relación con Dios, que garantiza de una vez por todas el acceso a su presencia, ya con un velo roto, el cual es apenas aludido gracias al impacto simbólico que tuvo en la conciencia y en la fe de las nuevas comunidades.

Conclusión

Estamos pues, ante una alianza nueva, radicalmente nueva, mediada por un nuevo y superior sacerdocio, cuya figura y efectividad es rescatada gracias a la labor salvífica de Jesucristo y a su disposición para asumir todos los riesgos que eso conllevaba. La sangre animal que ratificaba la alianza ahora es sustituida por la del supremo sacerdote. El rociamiento que hacía Moisés ahora quedaba relativizado por lo realizado en la cruz de Jesús, como el sacrificio voluntario, absoluto y definitivo, irrepetible. En el centro mismo de la historia, Cristo fue capaz de destruir el pecado en todas sus manifestaciones al experimentar el corazón mismo del sufrimiento y la tragedia humana.

Se pasa de un culto ritual, exterior, separado de la vida, a una ofrenda personal, total, que se realiza en los sucesos dramáticos de la misma existencia. Necesaria en el caso de los sacerdotes judíos, la distinci6n entre el sacerdote y la víctima queda abolida en la ofrenda de Cristo. Cristo ha sido al mismo tiempo el sacerdote y la víctima, ya que se ofreció a sí mismo. […]

Esa muerte realizó definitivamente lo que el culto de la primera alianza no podía más que esbozar. Colmó la distancia que separaba al hombre de Dios transportando la humanidad de Cristo al nivel celestial e introduciéndola para siempre en la intimidad de Dios (Ídem, énfasis agregado).

Ahora, toda la perfección obtenida por Jesucristo será comunicada a su pueblo. En ese proceso nos encontramos y avanzamos. “El viernes santo es el resultado de la colisión entre la pasión de Jesús y el sistema de dominación de su tiempo” (M.J. Borg y J.D. Crossan)”.

Sugerencias de lectura

  • Marcus J. Borg y John Dominic Crossan, La última semana de Jesús. El relato día a día de la semana final de Jesús en Jerusalén. Madrid, PPC, 2007.
  • Albert Vanhoye, El mensaje de la carta a los hebreos. Estella, Verbo Divino, 1989 (Cuadernos bíblicos, 19).
  • Albert Vanhoye, Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo según el Nuevo Testamento. Salamanca, Ediciones Sígueme, 1984.

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