LA HUMANIDAD DE DIOS Y EL PROYECTO REDENTOR
Ustedes saben que nuestro Señor Jesucristo era rico, pero tanto los amó a ustedes que vino al mundo y se hizo pobre, para que con su pobreza ustedes llegaran a ser ricos.
II Corintios 8.9, TLA
Trasfondo bíblico
¿Cuánto tiempo le llevó a los autores del Nuevo Testamento, cristianos convencidos, entender y aplicar algunas de las consecuencias de la encarnación de Dios en la persona histórica de Jesús? ¿Cuánto tiempo nos puede llevar a nosotros hoy profundizar en esas consecuencias tal como se encuentran delineadas de manera general en las Escrituras para trasladarlas a la realidad que vivimos? ¿En qué consistiría hoy desarrollar programas de acción cristiana para que esas consecuencias sean visibles y efectivas en el mundo conflictivo que nos ha tocado vivir? ¿Cómo se construyó, al interior de la conciencia de Jesús mismo, la certeza de que la presencia divina era el centro de su existencia y qué equivalencias podemos experimentar hoy a la hora de pensar y vivir la acción de Dios en el mundo?
Éstas y otras muchas preguntas surgen a la hora de ser confrontados por la audacia con que la Biblia presenta la intervención definitiva de Dios para hacerse presente en la humanidad. La presencia de Dios en Jesús tuvo el propósito de “reconciliar consigo al mundo” (II Cor 5.19) y, para tal fin, Dios mismo asumió la humanidad como algo propio, dentro del mundo, para acabar con las especulaciones acerca de la oposición irreconciliable entre Él y su creación material, como afirmaban los enemigos del cuerpo, la carne y la materia.
Consecuencias de la encarnación de Dios en Jesús de Nazaret
Pocos pensadores, teólogos o artistas han sabido canalizar los dilemas que plantea la humanidad de Dios, entendida como una decisión divina por situarse de manera definitiva en la historia. Tomaremos algunos ejemplos para observar la intensidad con que puede pensarse continuamente esta determinación divina para interactuar con la humanidad y los cambios que ha producido, en Dios mismo, en la humanidad y en el mundo. En los momentos iniciales de la formulación de la doctrina cristiana, los escritores del NT hurgaron en la evidente necesidad de que Jesús tenía que vivir una vida auténtica dentro de una tradición religiosa y cultural determinada, como puerta de entrada al ámbito humano. Por ello, San Pablo observa el asunto desde dos ámbitos: desde el material, cuando enfatiza que Jesús “nació de una mujer” (Gál 4.4), una verdad tan obvia, pero que representa la negación de cualquier forma de docetismo o truculencia divina para pasar la aduana de lo humano. Jesús también estuvo “bajo la Ley” para mostrar la forma en que una persona de su estirpe espiritual podía y debía arrastrar todos los condicionamientos humanos, nuevamente sin trampa alguna para evadirlos.
En otro plano, Pablo utiliza la metáfora socio-económica para referirse a la kénosis (el vaciamiento) divina experimentada en la vida de Jesús: “Dios se hizo pobre siendo rico, para enriquecer a la humanidad con su pobreza” (II Cor 8.9). Más tarde, la Iglesia ya organizada consideró que los detalles del hecho de Cristo registrados por la memoria de los apóstoles deberían traducirse a un lenguaje narrativo y a una forma de expresión que resultara comprensible para todos.
Algunas implicaciones actuales de la humanidad de Dios
Tuvo que ser Karl Barth, después de la Segunda Guerra Mundial, quien al mismo tiempo que afirmó que Jesús existió “de forma análoga al modo de existencia de Dios” (Dogmática de la Iglesia, IV/2, 1958), subrayó, radicalizando las palabras paulinas de II Cor 8.9, que la humanidad de Dios es una subversión de los valores establecidos y una gran afirmación revolucionaria. Así lo resume el pensador alemán Thorwald Lorenzen:
Al compartir su vida con los despreciados y olvidados, Jesús reveló que Dios es un Dios que “hacía caso omiso de todos los que son altos, poderosos y acaudalados en el mundo, en favor de los débiles, mansos y humildes” (DI, IV/2, 1958). Barth habla, incluso, de la “parcialidad” de Dios en favor del pobre y del oprimido. A Dios, por tanto, se le ha de encontrar abajo, y él mira la vida desde abajo, transformando de ese modo todos los valores. Dios es entendido como un perturbador que cuestiona el statu quo y desea cambiarlo, y no como la deidad trascendente que se utilizaba con frecuencia para legitimarlo.
Las implicaciones que brotan de esta determinación divina son demoledoras para la fe y para la vida y misión de la Iglesia, pues son capaces de instalar nuevos modelos de espiritualidad y práctica:
La salvación ya no es cuantitativa, orientada al cielo, sino cualitativa, relacionada con la situación en la que Dios ha colocado a la humanidad aquí y ahora. El pecado no se entiende sólo desde un punto de vista personal e individual, sino también en sus manifestaciones estructurales y deshumanizadoras. La misión, por tanto, no sólo debe contar la historia de Jesús con el propósito de salvar las almas de los seres humanos, sino que también debe ir dirigida a cambiar las estructuras políticas y económicas que niegan la equidad y la igualdad de oportunidades a dos tercios del género humano. La fe, por tanto, no se debe relacionar principalmente con verdades proposicionales y hechos históricos, sino que se debe practicar de forma concreta para fomentar la justicia y la liberación.
En otras palabras, Dios tuvo que encarnarse como respuesta a su insatisfacción con la situación del mundo y para ello se valió de un conflicto interno que comenzó, desde antes del nacimiento de Jesús, en la conciencia y el cuerpo de María, y en la incomprensión “normal” de José, su prometido, para entender los planes tan audaces de Dios.
Conclusión
En cuanto a lo sucedido al interior mismo de Dios, el teólogo español Olegario González de Cardedal ha desarrollado hondamente estas implicaciones:
Jesús, en cuanto Verbo encarnado, ha dado a Dios destino. […] Cuando Dios crea seres libres queda expuesto a su libertad; si hace alianza con un pueblo, queda a merced de su respuesta; y cuando se encarna en su Hijo, queda a merced del mundo con las determinaciones concretas bajo las que el mundo está: el pecado y la violencia, el amor y la generosidad.
Decir que Dios por su Hijo encarnado tiene destino quiere decir que entra en el juego y en el riesgo del mundo, que su omnipotencia se realiza como solidaridad con el prójimo y en respeto absoluto de la decisión del prójimo, aun cuando éste le aseste golpes de muerte intentando aniquilarlo. […]
Este destino de Dios en la encarnación se convierte en lo que establece, alumbra y decide las condiciones definitivas del hombre y del mundo. […]
Cristo da a Dios humanidad, más aún, es la humanidad de Dios. Más que el “absolutamente otro” de los discursos hechos desde el temor, la veneración o el deseo humano, Dios no es el ajeno sino el inserto en la trama del mundo.
El Nuevo Testamento presenta a un Dios así, transformado por la encarnación suya en Jesús de Nazaret, para asumir radicalmente la humanidad. Sólo así puede tomarse en serio la fe cristiana en estos tiempos de desesperanza y desolación, dominados por una fuerte ola de inhumanidad que atraviesa todas las estructuras. En síntesis: Dios mismo tuvo que venir a enseñarnos a ser verdaderamente hombres y mujeres desde una humanidad contaminada, paradójicamente por así decirlo, con su divinidad.
Sugerencias de lectura
- Thorwald Lorenzen, Resurrección y discipulado. Modelos interpretativos, reflexiones bíblicas y consecuencias teológicas. Santander, Sal Terrae, 1999 (Presencia teológica, 97).
- Olegario González de Cardedal, La entraña del cristianismo. Salamanca, Secretariado Trinitario, 1997.
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diciembre 24, 2017
II Corintios 8.9 Commentary