diciembre 24, 2017

Isaías 42.1 Commentary

HUMANIDAD DE DIOS Y EXISTENCIA HUMANA

Dios dijo: “¡Miren a mi elegido,

al que he llamado a mi servicio!

Él cuenta con mi apoyo;

yo mismo lo elegí,

y él me llena de alegría.

He puesto en él mi espíritu,

y hará justicia entre las naciones”.

Isaías 42.1, Traducción en Lenguaje Actual

 

Pues del cielo a la tierra rendido

Dios viene por mí…

Sor Juana Inés de la Cruz (1651-1695)

Trasfondo bíblico

Uno de los énfasis más profundos de la profecía mesiánica antigua tiene que ver con la figura histórica que encarnaría siglos después en Jesús de Nazaret. El perfil de la persona que aparece en el cap. 42 de Isaías, y que inicialmente se aplicó a todo Israel como pueblo de Dios, es el de alguien dispuesto a servir sin dilaciones a la humanidad entera. Normalmente, los llamados “cánticos del Siervo” (caps. 42, 49, 50, 53) son evocados en la Semana Santa para destacar el sufrimiento del mesías en su afán por obtener la salvación. A veces se deja un poco de lado el hecho de que los alcances de figura tienen también una estrecha relación con la intención divina de encarnarse en todos los aspectos de la vida humana. Ésa es una de las aristas clave de la encarnación o humanización de Dios: su esfuerzo denodado por hacerse presente y “saborear”, desde la humanidad de Jesús, todo lo humano sin reducción alguna de su divinidad.

Humanidad de Dios y servidumbre

La figura humana de Jesús no se paseó en el mundo mostrando un aura de santidad alrededor de su cabeza o alguna otra forma de anunciar que era el Mesías. Por el contrario, Jesús mismo se encargaría de resumirlo en una magnífica frase: “Yo estoy entre ustedes como el que sirve” (Lc 22.27b). Es decir, el Dios encarnado en él, era un servidor, un siervo auténticamente humano.

El Siervo de Yahvé, según Isaías 42, sería una persona escogida y sostenida por él; las últimas palabras del v. 1 resonaron algunas veces en el ministerio de Jesús, quien se inspiró abiertamente en estos pasajes para reivindicar su labor: “…él me llena de alegría. He puesto en él mi Espíritu y hará justicia entre las naciones” (TLA). El biblista holandés-brasileño Carlos Mesters hace un magnífico resumen de la figura del Siervo que brota de estos cánticos:

Mucha gente se pregunta: ¿quién es el Siervo? ¿Es el pueblo? Es Jesucristo? ¿Somos nosotros? Es alguno de los profetas? En quién estaba pensando Isaías Junior cuando escribió los cuatro cánticos? […] al hacer los cánticos, la preocupación mayor de Isaías Junior [era] […]presentar al pueblo del cautiverio un modelo que lo ayudara a descubrir en la figura del Siervo, su misión como Pueblo de Dios. Por tanto, para Isaías Junior, el Siervo de Dios ¡es el pueblo del cautiverio! Más tarde, Jesús se inspiró en los cuatro cánticos del Siervo para realizar su misión aquí en la tierra. Por eso, el Siervo es también Jesús.

Se trata de una persona comprometida sobre todo con la justicia y, en el espíritu del Adviento, de alguien luminoso para la realidad oscura y difícil: “luz de las naciones” (v. 6). Porque sólo la justicia y la solidaridad incondicional pueden iluminar este mundo. Dios accede a la humanidad y el servicio a través de esta figura que encarna primero, su pueblo, y después en la proyección futura, el propio Jesús, quien encuentra en estos cánticos el “retrato hablado” de su misión.

El Verbo encarnado en la existencia humana de Jesús

La doctrina del Cuarto Evangelio es profunda y alta al mismo tiempo. No en balde el símbolo de Juan es el águila, el que busca las alturas. No obstante, a la hora de centrarse en la persona de Jesús, en su humanidad, sus palabras son consecuentes con una fe anclada hondamente en la experiencia y la creencia unidas de que la humanidad de Dios se manifestó de manera clara en la persona de Jesús de Nazaret. Lo hizo en sus olores, en sus sensaciones, en su corporalidad entera, y, al mismo tiempo, en el hecho de que esa misma carnalidad Dios la proyectaría a las alturas de la Palabra, del Verbo (Logos) que estaba con Dios desde la eternidad hasta la eternidad. El periodo intermedio entre esas etapas fue, precisamente, la existencia histórica de Jesús, la que dicen los expertos que sólo es accesible a través de los ojos de la fe. El autor del Cuarto Evangelio no podía ser testigo de los sucesos remotos de sus famosas primeras palabras (“En el principio…”), pero sí que lo fue, algunas frases después, para desembocar en el famoso v. 14. “Aquel que es la Palabra/ habitó entre nosotros/ y fue como uno de nosotros./ Vimos el poder que le pertenece/ como Hijo único de Dios,/ pues nos ha mostrado/ todo el amor y toda la verdad” (TLA).

La doctrina o teología más alta no excluye un grado de humillación que sigue en todo la dinámica Dios para hacerse humano a toda costa, casi de manera obsesiva, para penetrar en el misterio humano. Dios, en la carne de Jesús, probó la pequeñez para agrandar a la humanidad y se rebajó tanto que la humanidad no fue solamente un estado de prueba sino que el sabor de lo humano se integró completamente a la divinidad del Hijo de Dios. Así subiría al cielo, de regreso, “vestido” de humanidad para “reintegrarse” a la Trinidad eterna, pero ahora con una esencia acompañada de verdadera y efectiva humanidad. Como explica el teólogo español Olegario González de Cardedal, en palabras casi místicas:

La humanidad de Jesús es tan real y decisiva como su divinidad […] Jesús es el fruto eterno del Padre, de sus amorosas entrañas; y es el fruto temporal de María, de sus amorosas entrañas en el consentimiento, en la gestación, en la compañía durante su ministerio y en la renuncia a estar en el centro para que él lo fuera todo […] Jesús se parece a Dios y se parece a María. El Padre es el origen de su existencia personal eterna y María, por la acción del Espíritu Santo, que suscita el cuerpo del engendrado, a la vez que prepara el alma y alumbra la conciencia de la engendradora, es el origen de su existencia personal temporal. El cristianismo sólo tiene fundamento y sólo merece la pena ser cristiano si Cristo es el Verbo encarnado y en él tenemos dicha la Verdad y dada la Realidad de Dios.

Ciertamente no existe un “relato navideño” como tal en el Cuarto Evangelio, pero tampoco hace falta, pues no por ello deja de plantear las enormes dimensiones del evento máximo de actuación de Dios en la historia. Éste aconteció cuando Él asumió, con todos sus costos, la humanidad verdadera y solidaria para desde aquí, desde abajo, completar su labor redentora, no ya desde el poder sobrehumano y trascendente sino de la manera más complicada. Esto es, desde el ser más vulnerable. Ninguna forma de eternidad podía “defender” a Dios en Jesús de experimentar la pequeñez de lo humano, ¡pero Él tampoco quiso que fuera así!

Tuvo que ser un poeta, el argentino Jorge Luis Borges (1899-1986), quien retomó la visión plenamente humana del Hijo de Dios. Dos veces eligió Juan 1.14 como centro de su atención y en ambas ocasiones el poema se llama así, como la cita del evangelio. Éste es el poema más breve:

Refieren las historias orientales

La de aquel rey del tiempo, que sujeto

A tedio y esplendor, sale en secreto

Y solo, a recorrer los arrabales

Y a perderse en la turba de las gentes

De rudas manos y de oscuros nombres;

Hoy, como aquel Emir de los Creyentes,

Harún, Dios quiere andar entre los hombres

Y nace de una madre, como nacen

Los linajes que en polvo se deshacen,

Y le será entregado el orbe entero,

Aire, agua, pan, mañanas, piedra y lirio,

Pero después la sangre del martirio,

El escarnio, los clavos y el madero.

Conclusión

Dios quiso, en Jesús, “beber” la humanidad hasta las heces, hasta lo último, desde la alegría suprema hasta el dolor más profundo, con la honestidad que sólo Él podía enseñarnos, una vez más comprometido completamente con la humanidad entera. Por todo ello:

Jesús puede ser llamado con toda razón microcosmos y mediador. La primera palabra se ha utilizado para designar al hombre que contiene en sí de alguna manera todo el resto del mundo, que él es el mundo en pequeño. Con toda verdad esta fórmula sólo se puede aplicar a Jesús en cuya realidad personal convergen reconciliados Dios y el mundo, la humanidad y la divinidad, lo máximo y lo mínimo, la santidad y el pecado (O. González de Cardedal).

Ésa es la razón por la que su vida, acción y pensamiento deben seguir encarnándose en el mundo, es decir, que al primer movimiento de Dios por venir al mundo a aclimatarse totalmente y a hacer presente su salvación, le debe seguir el de sus seguidores dispuestos a aplicar la extraordinaria labor del Hijo de Dios.

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