octubre 2, 2022

Isaías 55.1-11 Commentary

Así como la lluvia y la nieve caen de los cielos, y no vuelven allá, sino que riegan la tierra y la hacen germinar y producir, con lo que dan semilla para el que siembra y pan para el que come, así también mi palabra, cuando sale de mi boca, no vuelve a mí vacía, sino que hace todo lo que yo quiero, y tiene éxito en todo aquello para lo cual la envié.

Isaías 55.10-11, RVC

Trasfondo bíblico

Resulta fascinante contrastar los grandes momentos escriturales en los que se celebra la grandeza de la palabra divina revelada (Salmos 9, 119, Ezequiel 36, etcétera) con aquellos en los que la voz profética se hace eco de esa grandeza y se manifiesta también la portentosa realidad de que Dios quiso ser escuchado y leído para transformar la vida y la historia humanas. Entre estos segundos destacan, por mucho las enseñanzas de la segunda parte de Isaías (caps. 40-55), sección bien definida que inicia y concluye precisamente con grandes afirmaciones sobre la naturaleza eterna de la palabra revelada (40.8) y su función en el ámbito humano (55.11). La primera referencia (que aparece, por cierto, en la portada de la Biblia del Oso, de Casiodoro de Reina, 1569) se centra en su capacidad de estar por encima del tiempo: “Sí, la hierba se seca, y la flor se marchita, / pero la palabra de nuestro Dios permanece para siempre”. La segunda reafirma el impacto soberano de la palabra transmitida en medio de la existencia humana: “Así también mi palabra, cuando sale de mi boca, no vuelve a mí vacía, sino que hace todo lo que yo quiero, y tiene éxito en todo aquello para lo cual la envié”. Ambas afirmaciones reverberan siempre, especialmente al recordar el contexto histórico del cual surgieron y a cuya circunstancia respondieron óptimamente para volver a levantar la fe de un pueblo derrotado, sometido y exiliado.

La Palabra divina, accesible para el pueblo sencillo

Al cumplirse 500 años de la aparición de la traducción del Nuevo Testamento realizada por Martín Lutero en su retiro forzado en el castillo de Wartburg, adonde fue resguardado por el príncipe Federico de Sajonia después de la Dieta de Worms (abril de 1521), las palabras del Segundo Isaías resplandecen con luz propia. Confinado en esas cuatro paredes, aislado de su familia y de la comunidad religiosa y académica a la cual se debía, el reformador afrontó el desafío de la propia palabra del Señor que lo conminó, en voz de sus allegados (particularmente, Felipe Melanchton), a trasladar al idioma de su pueblo la segunda parte de la revelación escrita. Dueño de un oído privilegiado para percibir los matices del habla cotidiana del pueblo alemán, Lutero fue capaz de poner en marcha un conjunto de criterios de traducción para acercar, no sin un gran esfuerzo de por medio, las divinas palabras antiguas a sus contemporáneos, hombres y mujeres sencillos que las necesitaban para fortalecer su fe en el salvador y Señor Jesucristo.

En la Misiva sobre el arte de traducir (1530) respondió a las críticas y esbozó ampliamente los criterios lingüísticos, teológicos y culturales de los que echó mano. Allí dice, por ejemplo, en muy peculiar estilo: “Al traducir, me propuse hacerlo en un alemán puro y claro […] [Quien quiera traducir bien al alemán debe], preguntarles y verles el hocico —más bien— al ama de casa, a los niños de la calle, al hombre común, para ver cómo hablan; y de acuerdo con ello hay que traducir. De esta manera entenderán y notarán que se les está hablando en alemán”.

Cuando años más tarde, al completar su labor inicial con la traducción del Antiguo Testamento completo, dio fe del trabajo arduo que le representó traducir a los profetas, con otras palabras, igualmente apasionadas: “Me cuesta sangre y sudores pasar los Profetas a la lengua vulgar. ¡Dios mío, qué trabajoso y difícil es forzar a los escritores hebreos a hablar en alemán…! Como no quieren abandonar su hebraicidad, se niegan a deslizarse en la barbarie germánica. Es como si el ruiseñor, perdiendo su dulce melodía, se viera obligado a imitar al cuco con su monótona nota”. Pero hay que afirmar que el éxito de Lutero se reflejó no sólo en la calidad y musicalidad de su traducción sino también en su gran aportación a la construcción de la lengua y la literatura alemanas.

La palabra divina no vuelve vacía

Isaías 55.10-11 son un compendio lírico, espiritual y teológico encaminado a comprender la firmeza y soberanía con que la palabra divina acontece en el mundo. Proferida verbalmente por mediadores humanos y trasladada después a la escritura, cumple un trayecto tecnológico que culmina con su proyección en el tiempo, más allá de los avatares y las coyunturas. Es lo que sugiere Is 40.8, pues así, superando los límites cronológicos, esta palabra trasciende y es vista y potencialmente recibida por receptores/as de todas las generaciones y épocas. Cuando el profeta se planta frente a la palabra y escucha al propio Dios asegurar que sus dichos cumplen su libre voluntad irrestrictamente, en su calidad de mensajero es sacudido por la intensidad de una palabra tan grande y efectiva.

Sobre estos versículos, escribieron L.A. Schökel y J.L. Sicre:

Han sonado dos aspectos de Dios: su cercanía (v. 6) y su lejanía (v. 9). Entre las dos, media su palabra, que baja del cielo para exponer el plan, para realizar y revelar la salvación. La palabra de Dios, comparada antes al grano, se compara ahora a la lluvia, bendición primaria de Dios, don activo que desata actividad, riego que fecunda y hace engendrar. Su ritmo no es el de la eficiencia, sino el de la fecundidad. Fecundando la tierra, la lluvia pone en movimiento un ciclo, da la semilla de futuras cosechas y alimenta al hombre. Pero no sólo de pan vive el hombre: la palabra que sale de la boca de Dios es un mensajero que dice y un encargado que realiza. La palabra del Señor habla y hace, es reveladora y dinámica. (Énfasis agregado.)

El exilio del pueblo de Dios estuvo a punto de acabar con su fe, pero la palabra profética que lo acompañó en tierras extrañas la levantó del polvo y la colocó nuevamente en el centro de la historia del pacto, una alianza que, para ser eterna, debía fundamentarse en la palabra eterna, viva y vivificadora del Dios vivo. Ésa es la gran enseñanza de esta porción crucial del Segundo Isaías, en la que, por encima de todos los optimismos y pesimismos superficiales, la voz divina llegó para volver a dar vida a lo que estaba prácticamente muerto.

Conclusión

Hoy, como entonces, en las situaciones épicas de Isaías 40-55 y del esfuerzo reformador de Lutero, hemos de volver siempre a la Palabra del Señor para reencontrarnos con ella, o más bien, para que ella nos reencuentre una vez más, así como estamos, dominados a veces por el desaliento y la desesperanza. Tener acceso a ella, familiarizarnos con ella de manera crítica y constructiva, sigue siendo el gran desafío para quienes decimos estar apegados a ella, más allá del dispositivo tecnológico del libro, ahora en nuestros teléfonos y tabletas, para seguir escuchando la voz de Dios, quien desea seguir interactuando con nosotros, tal como lo afirma Hebreos 1.1 en términos apostólicos y con enorme claridad:

Como podemos ver, Dios, entre los múltiples modos en que se ha comunicado con el hombre, parece haber mostrado siempre una clara preferencia por el lenguaje. […]

El texto de la Carta a los Hebreos citado antes nos dice que, a través de la historia, Dios ha estado procurando establecer comunicación con el hombre ‘‘muchas veces y de varias maneras’’. ¿Por qué ‘‘muchas veces’’? Porque ha estado hablándoles a generaciones distintas y distantes. ¿Por qué ‘‘de varias maneras’’? Porque cada grupo humano, y cada persona, tiene su propia manera de hablar y de entender. De modo que si Dios quiere realmente comunicarse con cada hombre —y, en efecto, quiere hacerlo y lo hace—, tiene que echar mano de todos sus recursos comunicativos. Lastimosamente, del hombre no se puede decir lo mismo, ni en su comunicación con Dios ni en su comunicación con sus semejantes (Alfredo Tepox V.).

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