diciembre 25, 2016

Lucas 2.30-31 Commentary

ENCARNACIÓN DE DIOS Y COTIDIANIDAD HUMANA: EL CÁNTICO DE SIMÉON Y EL ANUNCIO DE ANA

Con mis propios ojos

he visto al Salvador,

a quien tú enviaste

y al que todos los pueblos verán.

Lucas 2.30-31, Traducción en Lenguaje Actual

Trasfondo del texto

No cabe duda de que las personas mayores, representantes de lo más genuino de la tradición de fe en nuestras sociedades, siguen siendo depositarias de una esperanza ancestral que sigue vigente. Verlas y escucharlas hablar de su experiencia de vida resulta todo un desafío para las generaciones presentes. Su testimonio y la forma en que se expresan sobre sus experiencias y la manera en que han tratado con Dios os convierte en voz viva de las comunidades que siguen con fidelidad el Evangelio de Jesucristo. Atenderlos y considerar seriamente lo que dicen para aplicarlo a la vida de las iglesias es una exigencia cristiana que permite asomarse a la forma en que el Señor se ha manifestado en tantas ocasiones para renovar la fe de su pueblo.

En este contexto, las figuras de Simeón y Ana, rescatadas tan atinadamente por el evangelio de Lucas, nos permiten hoy percibir cómo se transmitió la esperanza en la venida del Mesías en las capas más sencillas del pueblo de Dios. Su fidelidad y obediencia a las promesas los presenta como integrantes de una generación que no quitaba el dedo del renglón: si el Señor Dios prometió algo, seguramente lo cumplirá, aunque claro, siempre al modo en que a Él le place y en el momento menos pensado. Todo ello, más allá de las mezquindades y abusos de los poderosos que hubieran querido ser los protagonistas de las gestas espirituales vividas por la gente común. Acercarse a él y a ella para compartir su profunda confianza en Dios es una magnífica oportunidad para ser tocados por la gracia y la hermosura del Adviento, entendido como temporada de esperanza y cercanía del amor divino.

Simeón y la tradición bíblica antigua

“Vivir para mirar la salvación de Dios”. Esta fórmula se aplica perfectamente a Simeón, quien con su anciana mirada pudo contemplar, en la persona del Niño de Belén, la consecución de la obra de Dios para salvar a la humanidad. Su nombre significa: “Dios me ha escuchado”, y vaya que en este caso se ha cumplido plenamente: Simeón “vivía esperando que Dios libertara al pueblo de Israel. El Espíritu Santo estaba sobre Simeón, y le había dicho que no iba a morir sin ver antes al Mesías que Dios les había prometido” (Lc 2.25b-26). Semejante anuncio le dio fuerzas para sobrevivir y esperar el momento justo del encuentro, cara a cara, con tan grande realidad de fe. Al ver al niño en el templo, no se pudo contener y lo tomó en sus brazos para, inmediatamente, alabar a Dios con palabras solemnes, el poema llamado Nunc dimittis, es decir, “Ahora permites…”, en el que afirma que ya podía morir en paz después de tamaña experiencia. Su clamor es extraordinario: “¡Ya cumpliste tu promesa!/ Con mis propios ojos/ he visto al Salvador,/ a quien tú enviaste/ y al que todos los pueblos verán” (Lc 2.29b-31).

Comenta Felipe Santos: “Sólo los hombres iluminados por el Espíritu saben explicar exactamente la Escritura y juzgar los eventos de la salvación. Los brazos del anciano Simeón representan los brazos bimilenarios de Israel que reciben la flor de la vida nueva, la promesa de Dios”. Y agrega: “El cántico de Simeón se pone en la línea de la gran tradición del Siervo de Yahvé: ‘Te haré luz de las naciones para que lleves mi salvación hasta la extremidad de la tierra’ (Is 49.6). Ahora se cumple cuanto se había anunciado: ‘Levantaos, revestíos de luz, la gloria del Señor brilla sobre ti. Porque, he aquí, las tinieblas recubren la tierra, y las mismas naciones; pero sobre ti resplandece el Señor, su gloria aparece en ti. Caminarán los pueblos a tu luz, los reyes al esplendor de tu fuente’ (Is 60.1-3)”. Siguiendo esta orientación, el poema de Simeón es diáfano: “Él será una luz/ que alumbrará/ a todas las naciones,/ y será la honra/ de tu pueblo Israel” (Lc 2.32).

El encuentro con el Mesías-niño es un encuentro salvador: “Sólo quien ve a Jesús como salvador puede vivir y morir en paz”. Como reflexiona Santos: “A la salvación y a la paz, ya presentes en el cántico de Zacarías, se une la luz con una clara connotación de universalidad: la salvación es para todos los pueblos”. Simeón, movido por el Espíritu, reconoció a Jesús y también predijo su destino: “Dios envió a este niño para que muchos en Israel se salven, y para que otros sean castigados. Él será una señal de advertencia, y muchos estarán en su contra. Así se sabrá lo que en verdad piensa cada uno. Y a ti, María, esto te hará sufrir como si te clavaran una espada en el corazón” (Lc 2.34b-35). La labor profética del Hijo de Dios en el mundo le exigirá un enorme precio.

Ana y la fe del pueblo

Cuando Simeón terminó de hablar, Ana se acercó y comenzó a alabar a Dios, y a hablar acerca del niño Jesús a todos los que esperaban que Dios liberara a Jerusalén.

Lucas 2.38

El nombre de la profetisa y la de sus advertencias significan salvación y bendición. Ana quiere decir: “Dios da la gracia”: Fanuel (su padre): “Dios es luz”; Aser (su ancestro): “Felicidad”. “Los nombres no están privados de significado. Y aquí su significado ilumina y sumerge todo en el esplendor de la alegría, de la gracia y de la clemencia de Dios. El tiempo mesiánico es tiempo de luz plena”. Ana es considerada como ejemplo luminoso e, iluminada por el Espíritu Santo, reconoce al Mesías inmediatamente. Como Simeón, también alaba a Dios y habla continuamente de Jesús a todos aquellos que esperaban “que Dios liberara a Jerusalén” (Lc 2.38). Jesús, el niño-Mesías está en el templo para cumplir con la ley, para sumarse al pueblo de Dios en la fe de sus padres. Su presencia abre las puertas de la esperanza para todo el pueblo, aunque solamente estos dos ancianos tengan la mirada clara para percibirlo. Su testimonio es firme: él liberará a su pueblo y otorgará la libertad tan deseada: “De Jerusalén, en cuyo templo se ensalza el signo, se irradia la luz que llegará a los paganos y se manifiesta la gloria de Israel. Eso sucede ahora, mientras Jesús viene al templo; y se verá más claramente cuando se vea en Jerusalén, es decir, ensalzado en la gloria. Entonces se reunirá el nuevo pueblo de Dios, y sus mensajeros desde Jerusalén se difundirán a todo el mundo para acoger a los pueblos en torno al signo de Cristo”.

Escribe José-Román Flecha Andrés: “Ana alaba a Dios y habla del Niño a todos los que esperaban la redención de Israel. Es interesante anotar que el verbo que aquí se refiere a la alabanza pública que Ana dedica a Dios no aparece más veces en todo el Nuevo Testamento. El análisis del texto sugiere, además, que la buena anciana no se limitó a hablar aquel día de Jesús, sino que ‘sus palabras sobre el Niño siguieron difundiéndose más allá de los muros del santuario’ (J.A. Fitzmyer). Así pues, Ana descubre al Salvador y proclama la hora de la salvación, es decir, de la redención y del ‘rescate’, que evoca la antigua liberación de su pueblo del poder opresor de los egipcios. Ana contempla al Salvador y anuncia la llegada de su salvación. En eso consiste su don de profecía”.

Conclusión

“Entre las personas que vivían a la espera de la novedad de Dios, el evangelista Lucas nos presenta a dos personas ancianas: Simeón y Ana. Además del papel teológico que desempeñan en el texto, Simeón y Ana nos descubren el misterio y ministerio de una ancianidad que, en medio de la algarabía -como la de aquel templo de Jerusalén- abren su espíritu al paso del Espíritu. Son dos ‘testigos’ que nos hablan de las posibilidades de una ancianidad al servicio del Evangelio y la evangelización”. Podría decirse que, tras los pastores y los magos, ambos ancianos son “los primeros discípulos y apóstoles del Mesías”. Simeón, hombre justo y piadoso, lleno del Espíritu. “Por él pasa el eje que separa el mundo de la Ley y el mundo del Espíritu”. Y Ana, con su clarividencia, encuentra en Jesús al Mesías de Israel y así lo anuncia a todos quienes esperan la liberación. “San Lucas ha querido ver en estos dos ancianos los prototipos del profetismo más auténtico”.

El gran poeta T.S. Eliot dedicó a Simeón uno de sus poemas más singulares.

Un canto para Simeón

Señor,
Los jacintos romanos florecen en los tiestos
Y el sol de invierno repta por laderas nevadas;
Ha hecho una pausa la terca estación.
Mi vida es leve, como
A la espera del viento de la muerte
Una pluma en la palma de mi mano.
El polvillo en la luz y el recuerdo en los huecos
Esperan ese viento
Que sopla helado hacia la tierra muerta.

Danos tu paz.
He caminado muchos años en esta ciudad,
Fe y ayuno he guardado, he ayudado a los pobres,
He dado y recibido honor y bienestar.
Nunca nadie fue echado de mi puerta.
¿Alguien recordará mi casa,
Los hijos de mis hijos tendrán donde vivir
Cuando lleguen los días del dolor?
Buscarán el sendero de las cabras, la guarida del zorro,
Huyendo de las caras extranjeras, de extranjeras espadas.
Antes del tiempo de las cuerdas y los azotes y sollozos,
Danos tu paz.
Antes de los estadios de la montaña de desolación,
Antes de la hora cierta del dolor maternal,
Ahora en la naciente estación del deceso,
Deja que el Niño, la Palabra que aún no ha sido ni es pronunciada,
Conceda la consolación de Israel
A quien tiene ochenta años y no tiene un mañana.

De acuerdo a tu palabra.
Alabarán tu nombre y sufrirán
Con gloria y con escarnio, cada generación,
Luz sobre luz, subiendo la escala de los santos.
Que el martirio no sea para mí, ni el éxtasis
Del pensamiento y la plegaria,
No sea para mí la visión última.
Dame tu paz.
(Y una espada traspasará tu corazón,
Tuya también).
Estoy cansado de mi vida y de las vidas de los que han de venir,
Estoy muriendo de mi muerte y de las muertes de los que han de venir.
Deja a tu siervo partir,
Después de ver tu salvación.

1928

[De Poemas de Ariel, 1927-1930]

Versión de P. A., Río Ceballos-Córdoba, 1997-1998, Alta Gracia, 1998-1999

 

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